Sin paz ni amor
(reseña de "Autobiografía de mi madre", de Jamaica Kincaid)



En las primeras páginas de “Autobiografía de mi madre”, una bebé llega al mundo y su madre muere. La bebé crece y sueña recurrentemente con la madre bajando por una escalera, un sueño largo en el que apenas si alcanza a verle los pies y los tobillos antes de que desaparezca. Unas páginas después, unos niños cruzan un río con la ropa a cuestas; van camino a la escuela y ven una mujer bañándose en el agua. El más atrevido va hacia ella y la mujer se aleja. El niño se acerca otra vez; la mujer flota, como un fantasma, alejándose de nuevo. “Somos nosotros, los derrotados, quienes definimos qué es lo irreal”, leemos unas páginas después, una vez que al niño se ha ahogado.
Fría, determinante, con el rostro de piedra, nos llegan las palabras de la narradora, la mismísima Kincaid disfrazada de su propia madre, imaginando su autobiografía, cruzando ficción, confesión y juicio final. La madre imaginaria de Kincaid nace sin madre, la madre imaginaria de Kincaid ve como se le seca el útero sin traer criatura a la tierra. La madre imaginaria de Kincaid va de cama en cama, de la madera a la tierra, de hombre en hombre, de clase en clase. 
La mujer que imagina Kincaid sólo tiene niñez y vejez, pasa de hablarnos de la orfandad a la muerte, y mientras tanto ve a su padre y se pregunta qué hace y quién es ese hombre que le quita a los marginados lo poco que tienen. 
En la cosmovisión rastafari existe la liberación y la justicia en su tierra prometida; en “Autobiografía de mi madre” sólo quedan la muerte, las cosas irreales y la colonización constante: “Conocía también la historia de una impresionante cantidad de gente con la que nunca me toparía… esa historia de pueblos que yo nunca conocería escondía un propósito malévolo: hacerme sentir humillada, humilde, pequeña”, escuchamos que dice la madre irreal.
Introspectiva, reflexiva, como una especie Marguerite Duras nacida en las Antillas, con la soledad y la intensidad de Patti Smith, indagando sin piedad en la figura del padre y en el contraste entre conquistadores y conquistados, entre los acumuladores y los derrotados, la prosa de Kincaid con su vida y sus pequeñas trampas nos aleja y nos acerca a la vez: somos aquel niño cruzando las aguas hacia una mujer imaginaria. 
 “¿Qué es lo que hace que el mundo gire?” se pregunta continuamente la narradora. 
Es una pregunta falsa, de la que ya nos ha dado la respuesta: de este lado de la tierra, ni la paz, ni el amor. 


(publicado en La Voz, el 16/06/12)