Cosas extrañas sobre Cosas extrañas
(publicado en Hoy Día Córdoba, Agosto)
Voy a escribir acerca de tres
detalles extraños en “Stranger Things”, la serie del momento. Primera
aclaración al lector: el mundo está repleto de gente que dice que la serie es
una genialidad, que celebra la banda de sonido y que habla obsesivamente de sus
referencias ochentosas. Como consecuencia hay, a su vez, quienes señalan que la
serie está sobrevalorada, que es una estafa sentimental, que es una burda copia
vacía y que es un producto elaborado en base a un algoritmo que indicó que
hacía falta explotar la expectativa de un grupo etario, etcétera. Segunda
aclaración al lector: habrá spoiler; igual siga leyendo, disculpas. Ahora sí,
un resumen: “Stranger things” es una serie ambientada en los años ochenta sobre
un grupo de niños cuyo amigo desaparece en un bosque y que encuentran a una
niña calva con superpoderes mientras un monstruo sin cara sale a cazar
ciudadanos por las noches. ¿Cuál es la explicación de que eso pase?: un
experimento científico para producir una súper espía letal que sepa los
secretos de la Unión Soviética. Plus de la serie: el conocimiento del género y
de varias de sus grandes obras (y no exclusivamente las de los años ochenta).
I. Empecemos por el grupo de
niños, una versión paralela, nerd y progresista del grupo de muchachos de “Los
Goonies”. En lugar del niño rebelde, el gordito torpe, el científico oriental precoz
y el buen niño yanqui, tenemos al hijo de una madre divorciada pasada de rosca,
a un chico levemente obeso y sensato al que llaman “sin dientes”, a un chico
negro decidido y de mal carácter, y a un niño de cara semialienígena y semiandrógina.
Mientras que en “Los Goonies” resaltaban las diferencias, acá resalta la
semejanza: son cuatro niños nerd perdidos en los años ochenta, fruto de una
certera estrategia de producción de proyectar estereotipos del presente en una
serie sobre el pasado. El punto es que en “Los Goonies” el detonante de la
aventura era el riesgo de embargo en que quedaba el barrio donde vivían los
niños. En “Stranger things” a los nerds sólo parecería importarles recuperar a
su amigo perdido: si hay una mafia científica creando monstruos sin cara o si
en un pueblo donde nunca pasaba nada empieza a morir gente o si de pronto
existen personas con telequinesis, allá ellos. Su sensibilidad está localizada
en su grupo de amigos y el malestar sociocultural les pasa por el costado.
¿Comunismo? ¿Conspiraciones de los organismos de seguridad? La sensibilidad de
los niños de “Stranger things” es la primera cosa extraña: son particularmente
sensibles y, a la vez, llamativamente insensibles, casi como si sólo les faltara
una cuenta de facebook.
II. El segundo elemento extraño
es el problema del monstruo sin cara y la heroína, “Eleven”, una niña con
superpoderes, castigada y manipulada por un científico que parece más bien un
empresario de modas. Es precisamente Eleven quien genera admiración en los
niños protagonistas mientras aprende los hermosos valores de la amistad y la
lealtad: “los amigos no mienten”, repite, y esa simple frase se transforma en
su ideología. Luego protege a los niños a toda costa y les retuerce el pescuezo
a varios entrometidos, hasta el punto de convertirse en la imagen (proyectada
hacia la niñez) de la fuerza política por excelencia: alguien que está aprendiendo
el idioma, cuyo valor es la lealtad a su pueblo y capaz de mover cosas con la
mente. El asunto empieza a complejizarse cuando pensamos en el monstruo sin
cara, que no tiene pasado, que no tiene lenguaje y que está absolutamente solo
en una dimensión paralela. ¿Por qué no tiene cara? ¿Por qué aparece cuando la
niña está al borde de conocer los grandes secretos de los militares rusos? ¿Por
qué es “el mal”, si solo mató a una chica colorada por quien nadie muestra
mayor interés (¡ni siquiera aparecen sus padres!) y se comió un par de
animalejos, mientras que Eleven descuartizó a unas buenas decenas? Retomamos:
el segundo elemento extraño es el monstruo sin cara, la heroína y,
principalmente, nosotros: los monstruos del otro lado.
III. La acumulación de objetos
extraños podría seguir: se podría hablar de la sutil defensa del consumo de LSD
como forma de evolución de la especie que hace la serie y de la extrañísima
decisión de que la mafia científica se camufle en una compañía de electricidad
(aleluya!). Mejor ir al tercer elemento extraño: el otro mundo, la dimensión
paralela, ese lugar espacialmente similar al “mundo real”, pero donde sólo hay
árboles hechos mierda, una niebla invasiva, podredumbre y nada de qué alimentarse.
Es decir, una especie de Chernobyl expandida que se mantiene apartada, sin
posibilidad de contacto con “el mundo real”, hasta que un exceso de potencia abre
la puerta donde aquel mundo queda en contacto con este. El resultado es un
mensaje de ambiguo ecologismo: tanta fuerza, tanta experimentación ilegal,
traerá el desastre a este mundo, pero igual sigamos jugando a nuestros humildes
juegos, parece decirnos la serie. Ahora bien: en esa dimensión paralela el
monstruo sin cara, vivo o muerto, estaba solo. Es esa soledad, intraducible,
sin gestos, descarnada, la que la serie esquiva, y la que inquieta. Otra vez
suena el mantra de la civilización y la barbarie: esa particular costumbre de
crear la soledad de los monstruos, dejándolos sin historia, sin familia, sin
razón, en una forma constante, paradójica y violenta de ejercer la democracia
contemporánea.