Los engripados
(publicada en Hoy Día Córdoba, Junio)



1. Estaba escribiendo sobre un disco y sobre una película reciente y sobre lo pequeño y lo épico y, de repente, tuve que dejar de escribir porque sentí escalofríos y un creciente malestar. Luego estornudé, luego estornudé tanto que hubo que llamar a la fábrica de pañuelos, luego fui a trabajar de todos modos y volví con fiebre y dolor de cabeza, directo a la cama. Después fui a una guardia, después volví a la cama, y así pasaron cinco días hasta que sentí que la fiebre cedía. Entonces mi novia llegó de trabajar y me dijo: tengo escalofríos, me duele la cabeza. Y le dije: es la gripe, ataca de nuevo.

2. Con la gripe llegaron varios malestares previsibles: un frío glacial que se acumulaba en el cuerpo, la falta de ganas de levantarse, la tos. Y también otros: la dificultad para pensar en cualquier cosa que no fuese “la gripe”, la falta de ganas de leer, de escuchar música o de procastinar sana y tendenciosamente. Lo único que podía hacer en ese estado gripal (además de quejarme) era mirar las primeras temporadas de Game of Thrones y ver como los zombies, la magia y los dragones esperaban para regresar a su trono. El problema era cuando aparecía la nieve y toda esa gente sumamente desabrigada apenas si estornudaba: yo temblaba de inverosimilitud y de envidia.

3. Así, escapando de la nieve interior y de la nieve ficticia, empecé a hacer una lista mental de enfermos respiratorios célebres: Kafka y la pulmonía; el libro de poemas “El asma” de Irene Gruss; Walter White, la tos tabacalera de Fogwill, el famoso “flu game” de Michael Jordan; Funes el memorioso, que muere de una ridícula congestión pulmonar; el padre agonizante al que Sharon Olds le escribe un intenso libro de poemas. Y, finalmente, el primer enfermo literario: cualquiera de nosotros, cuando era pequeño.

4. Con la gripe también llegaron las diferencias y la percepción de las diferencias: sano estaba el verdulero, que me dijo “peores males han azotado estas tierras”, hablando como un personaje de GOT. Sanos estaban mis alumnos, sana estaba la mitad del equipo de fútbol de la que formo parte (la otra mitad estaba con gripe, neumonía o faringitis). En ese juego afiebrado de diferencias entre los engripados y los no engripados, me acordé también de la forma en que mis progenitores enfrentaban la enfermedad: mi padre, previsor exagerado, ante el menor síntoma iba directo a la cama y no salía en tres días. Mi madre, en cambio, negaba que tuviera síntoma alguno: andaba con la cara roja, el estornudo en la mano y no había forma de que se quedara quieta: nominalista en extremo, decía que la enfermedad se hacía fuerte si uno pensaba en ella y le daba confianza y un nombre.

5. Claro que con la gripe vino la fiebre, y con la fiebre los sueños afiebrados, pequeños delirios a treinta y ocho grados y medio: un equipo de fútbol imaginario, llamado “Deportivo Hospital”; una banda de folklore llamados “los engripados”, dignos de un sketch capussotiano, puro estornudo coral. Un rufián llamado “David La Gripe”; un panfleto poético llamado “Aranguren”, lleno de insultos y escrito bajo la influencia de una respiración interrumpida.

6. Y mientras tanto, pasaba lo obvio: los niños jugaban a la pelota en la calle haciendo que la pelota golpeara ocasionalmente la ventana de casa. No tuve otra que callar, guardarme entre las frazadas y recordar qué era la gripe en la niñez. Exactamente otra cosa: la circunstancia indeclinable para faltar a la escuela, un momento de aventura y riesgo sin necesidad de movimiento; un milagro de tiempo en el que los segundos y las obligaciones quedaban postergados, aletargados como monstruos encerrados en una botella. Esa era la gripe literaria, la gripe infantil: nada que ver con el malestar que tenía y que hacía que cada día fuera un día perdido y una obligación acumulada en el libro de deudas, donde cada medicamento tenía un costo y cada vez que prendía la estufa pensaba en cuál iba a ser la boleta apocalíptica del mes siguiente. Esa era la gripe de la madurez: mucha culpa y la poco cálida llamarada del tiempo.

7. Pero siempre puede haber algo peor: cuando me recuperaba de la gripe, leí de nuevo la vieja “Carta de Lord Chandos”, un cuento austríaco de principios de siglo XX en el que un escritor confiesa que ya no puede usar las palabras con la misma felicidad y seguridad con que lo hacía antes, y se retira al silencio. Tuve que leer varias veces ese cuento mientras me quedaba dormido; tuve que hacer un esfuerzo similar para leer dos novelas pendientes y un esfuerzo inusual para escribir un relato. ¿Cuándo llegaría esa gripe que me quitaría las ganas de leer y de escribir?, me pregunté entonces, con pánico, anhelo y curiosidad. O, dicho de otro modo: ¿Cómo llega esa enfermedad que nos quita el placer de hacer lo que hacemos y nos transforma en otra cosa? ¿Cuáles son los síntomas? ¿Cómo se llama cuando perdemos la fe y la intensidad? ¿Qué gripe es esa? Me acordé entonces de “La soledad del lector”, un libro que es un hospital de frases y artistas agonizantes. Me acordé, específicamente, de una frase, una frase limpia, letal y sana: “El lector ha venido a este lugar porque allá no tenía ninguna clase de vida”. Salud.