El otro sur
(reseña de "Australia", de Santiago La Rosa)


Un hombre y una mujer regresan a casa luego de que ella pierde al hijo durante un parto. La mujer (Gabi) se envuelve en las sábanas, él la mira y nos dice que parece como si  ella estuviese fuera de la realidad, alienada ante tanta medicación. Luego él deambula por la casa, como si no reconociera el lugar, o como si acabara de mudarse o estuviera soñando. La pareja, nos enteramos entonces, vive en Australia.
Ese es el comienzo de la novela de Santiago La Rosa, un comienzo nada atípico, salvo por el lugar geográfico. Luego de ese primer capítulo la mujer sigue creyendo que va a tener al hijo, el tipo no deja de mirar todo desde fuera, como si también estuviese anestesiado, luego aparece un tal doctor Hughes que propone explotar financieramente el “milagro”, cámaras de televisión, un lugar llamado “Bar Morroco”. Estas dos parecen ser las principales arterias de la novela: un particular estado de anestesia y el paulatino enrarecimiento de la trama.
Acompañando el auge de la “sick lit” y de los dramas “realistas” de pareja, “Australia” se vincula a su vez con las series televisivas que se desarrollan en hospitales, con el desarrollo exponencial de la industria médica y con la traslación de una historia a un espacio “extranjero”, un recurso que atraviesa la literatura argentina desde los cuentos de Borges hasta “La construcción” de Carlos Godoy. Casi a la mitad de la novela el narrador-personaje le explica a una prostituta ecuatoriana el modo que tuvo de adaptarse al nuevo país: haciendo sustituciones, le dice, los canguros por las vacas, el teatro Ópera por el Colón, un grupo aborigenista cortando una calle australiana en lugar de un piquete gaucho. Esa operación de “adaptación” es, justamente, el modo más eficaz de extrañamiento que produce la novela, pero con el efecto inverso en el lector, quien nunca termina de adaptarse y ve cómo las distancias se ensanchan y se acortan constantemente.
No es casual, entonces, que la contratapa del libro la escriba Roque Larraquy, uno de los narradores contemporáneos especializados en el extrañamiento de la trama; incluso un detalle como la dedicatoria del libro adquiere fuerzas llamativas: “para Soledad y Aurora”, leemos, como si con esos nombres no sólo se invocara una presencia (íntima), sino también el símbolo del nacimiento y el de lo desértico, lo aislado.
Hace poco María Moreno recordó una de esas hipótesis contundentes respecto a la literatura argentina: que nace y que está fundada (desde Echeverría) en la violación. “Australia” parecería señalar hacia otro eje, uno acaso límbico, donde se encuentran el hijo de la Maga, el hijo de Odiseo, la distancia del rescate de Schweblin, la virginidad de Borges: una literatura solitaria, fundada en los hijos perdidos. 






(publicado en La voz del interior, noviembre)