Leyendo por un sueño
1.
El cuento número noventa y tantos era otro cuento de amor: un tipo se
encontraba con una antigua novia, decidía dejar todo y rehacer su vida. El
cuento siguiente era sobre una mujer que agarraba el auto, en el camino se
encontraba con un tipo casi en bolas haciendo dedo (¡!) pero no lo levantaba y
luego se reencontraba con su primer amor (L). El siguiente era sobre un tipo encerrado en un
psiquiátrico y sobre lo loco que estaba el mundo, etcétera. El siguiente sobre
una niña muy pobre, sobre sus muy pobres condiciones de vida, sobre la dignidad
y el horror de la pobreza: recuerdo perfectamente las ideas; a los personajes,
no. Luego venía un relato escrito por un tal Walter White (¡!): la historia de dos
gauchos que tomaban mate (L). Luego había uno armado con posteos de facebook (¡!), pero la idea era
trágica, obvia, sobreactuada (L). Entre la impaciencia, el entusiasmo y la decepción,
yo esperaba el cuento perfecto.
2.
Después de estar años participando (con mayor, menor o nulo éxito) en concursos
literarios me invitaron a ser jurado de uno de ellos. Mi relación con los
concursos empezó cuando un amigo me pasó “Sensini”, un cuento sobre un tipo que
participa en cientos de concursos, uno de esos tantos cuentos de Bolaño que te
da ganas de escribir. En ese cuento el narrador explica que presentaba el mismo
cuento a diferentes concursos literarios, pero cambiando el seudónimo y el
título. Recién hace días entendí por qué: mi favorito en mi lista de
preseleccionados apareció entre los finalistas de otro concurso y las bases indicaban
que eso era ilegal: si tan solo le hubieras puesto otro nombre, pensé, donde
sea que estés.
3.
Obsesionado con la tarea y con la posibilidad de hacer un exhaustivo trabajo de
campo, empecé a encontrar reglas y problemas a medida que leía los cuentos: a)
casi la mitad eran cuentos de amor; b) las historias lineales de corte realista
eran mayoría absoluta; c) los personajes con una vida “mala” o “triste”
abundaban (como si la literatura fuese necesariamente tragedia); d) casi todos
los seudónimos revelaban uno de los problemas de fondo: seudónimos con nombre y
apellido, como si el seudónimo debiera imitar la estructura del “nombre real”;
e) cuentos gráficamente llamativos: solo dos. Cuentos con notas al pie: uno
(mal hecho); f) cuentos con machos cabríos ejerciendo “su masculinidad” versus
cuentos de “mujeres desesperadas” que dejan a su familia; g) cuentos en un
lenguaje solemne de mediados de siglo XX versus cuentos que ostentaban la
palabra “pija”, “correcaminos” y “Lady Gaga”; h) cuentos con una respiración inusual:
solo tres. Cuentos fantásticos: aproximadamente quince. Con extraterrestres:
¡la mitad!
4.
Obvio que todo depende de las definiciones de “cuento” que cada uno tenga. Un
amigo que ganó un concurso literario me contó que en la premiación una jurado se
acercó y lo felicitó, mientras que otro jurado le dijo que él había votado en
contra, que no podía creer que premiaran “una anécdota”. Pluralista, curioso o
demagogo, entré al concurso sin una definición de cuento (sin que me interesara
imponer una definición) pero a medida que leía me daba cuenta de que varios relatos
tenían los mismos problemas (como si tuviesen un virus). A veces encontraba la
medicina en los relatos siguientes: había uno con una escena hermosa de un tipo
subiéndose al auto del padre mientras se lo llevaba la grúa; otro donde una tía
monologaba en un lenguaje que era una mezcla de cinismo, hartazgo y ternura. Me
pregunté, entonces, si el cuento ganador debía ser no “el cuento perfecto” sino
el que mejor resolviera los problemas de los demás.
5.
Una vez hecha una preselección estricta nos reunimos con el jurado y debatimos:
un cuento quedó fuera por poner mal un nombre; otro por abusar de figuras
estéticas añejas, otro por imponer un final “conciliador”; quedaron apenas
cinco o seis. A buena parte de ellos podríamos haberle aplicado la siguiente
descripción: “de manera breve y precisa, XX, en un espacio y tiempo acotado,
logra sugerir la problemática vida de su personaje”. Claro que es difícil
narrar en cinco páginas (máximo permitido por el concurso); claro que, dadas
esas circunstancias, atenerse a ciertos límites temporo-espaciales y narrar con
atención y cariño (no “piedad”) por el personaje son una buena estrategia. Ese
sería un final para este texto y para mi primera experiencia como jurado: un
final lleno de comprensión y atención a las circunstancias.
6.
Pero prefiero otros finales. Flannery O’Connor da un discurso semi indignada sobre
el arte del cuento: dice que hay personas que quieren escribir acerca de
problemas, no de la gente; Hebe Uhart, insiste en que hay que aprender a mirar
y a escuchar, y evitar caer en la idealización del personaje, como la del
canoero que siempre canoa. Daniel Durand tiene un texto fantástico acerca de
los consejos literarios; Piglia insiste en la importancia del secreto y de los
finales. Quizás el mejor consejo literario que leí recientemente está en la
primera página de los Cuentos Completos de Gandolfo, donde, sencillamente, le
agradece a sus cuentos preferidos. “Los mejores cuentos que leí tienen algo
incomprensible, algo inesperado”, leí, también, hace poco. Me quedo pensando en
eso, armando una lista de mis cuentos preferidos y esperando a que la próxima
vez (en el concurso, fuera de él) el problema sea lo inusitado, la diversidad.